LA GRAN AVENTURA DE LA CAÑA DE AZÚCAR
CAPÍTULO CERO
Recuerdo las calles de mi pueblo desde muy niño, cuando mis
padres me llevaban de compras, a la Iglesia o simplemente de paseo. Las recuerdos
ardientes en verano, muy frías en invierno, y acogedoras en otoño y primavera,
con una temperatura casi tropical, salvo que el viento levantara la tierra de
las calles sin regar y castigara nuestros ojos. Por supuesto, como todos,
prefería la primavera, como más amigable que el otoño. Claro que había otoños
invernales, como también había primaveras otoñales.
Recuerdo a mis padres, en las tardecitas, contemplando el
cielo. Ante mis preguntas, me decían que era para saber cómo sería el tiempo
mañana. Y, por las noches estudiaban las estrellas, comentando “están lejanas,
el cielo claro, así que no ha de llover”. Para mí era un misterio, pero no
tenía preguntas para ellos.
Pero, en otros días, los veía, en las siestas, contemplar
el horizonte, con seria atención, preocupados, diría. La vista era clara,
después de las vías del tren cañero sólo había campo abierto, con algún pequeño
monte de aromitos, pero nada que nos quitara la visión. Era el campo lleno de
tacurúes, que yo saltaba, de uno a otro, con alegría los domingos por la tarde,
para visitar a mis abuelos maternos.
- ¿Qué miran? Preguntaba yo.
-El color del cielo- me respondían.
-Azul, es azul.
No. Allá, bien abajo. No es azul.
Yo veo azul, les insistía.
Y mi padre señalaba el cielo, bien abajo, algo que se
despegaba del suelo, como si fuese polvareda.
-Eso no es azul, como el cielo, ni es gris oscuro como una
tormenta, ni tampoco celeste casi transparente, que indica una pedrada. Eso es
marrón…demasiado marrón.
-Y, ¿eso qué es?
-Langostas…una manga de langostas.
Y me llevaban a prepararnos, tomando largas picanillas,
tanto como las aguantáramos, atándoles un trapo en la punta, para defender
nuestras plantas. Sabíamos que el esfuerzo no valía la pena, pero había que
luchar hasta lo imposible.
La primera vez, para mí, fue una aventura. Buscar una
picanilla que se adaptara a mi estatura, atarle un trapo en la punta, para que
flamease al ser agitado, cubrirnos el rostro con un pañuelo de cabeza doblado
en triángulo, cosa que me parecía divertido y, finalmente, nos encasquetábamos
un sombrero. Pero, luego del primer combate, dejó de parecerme una diversión,
para convertirse en algo grave y cansador. Y frustrante a la postre.
Y horas después oíamos el zumbido de sus alas y por fin
llegaba el embate indefendible de la plaga de millares de langostas,
encapotando el cielo y devorando nuestras plantas, que defendíamos de un lado
mientras ellas las desnudaban sin misericordia, por todos lados. Ellas se
comían las hojas y las frutas caían a montones, cubriendo el piso.
Cuando veíamos que ya nada quedaba de nuestros frutales que
se pudiera defender, con los brazos doloridos del esfuerzo, nos refugiábamos en
la casa, contemplando apenados el desastre que dejaban las langostas tras su
paso.
Y me quedaba un trabajo más para mí. Juntar las frutas, en
las bolsas de compra y llevarlas a familiares o amigos, para aprovecharlas en
compotas.
Pero no terminaba en eso el castigo de la plaga. Por
semanas no podíamos comer los huevos de nuestras gallinas, por el color, el
olor y el sabor que habían tomado de tanta langosta que habían comido. Y, para
agravar todo, tiempo después aparecían las saltonas, productos del desove de
las que nos devoraran a su paso. Y ellas se comían toda planta o hierva que
naciera.
Muchos de ustedes no habrán conocido esta plaga. Y me
alegro de ello.
LA GRAN AVENTURA DE LA CAÑA DE AZÚCAR
CAPÍTULO CERO
Ocampo, desde sus inicios, fue concebido no al azar, sino
debidamente programado como un centro industrial, a cuyo alrededor creciera el
comercio y progresara su gente. Y no es una suposición, es evidencia. Don
Manuel Ocampo no emprendió una aventura a ciegas. Contrató a profesionales
especialistas, en cada caso.
El Ingeniero Olaf Torks se ocupó de diagramar el pueblo,
trazando su planta urbana y zonas aledañas, con sus respectivas calles,
configurando las manzanas de acuerdo a las necesidades, reservando los lugares
para espacios públicos y edificios oficiales, y realizó los planos de los
principales edificios de la colonia: Iglesia, escuelas, casa de administración
y demás.
El Ingeniero Edmund Riffard, contratado en Francia y que se
vino con su familia y echó raíces en nuestra tierra, para la industria,
representada por el ingenio Manolo, azucarero, y la fábrica de tanino, más dos
alcoholeras en la planta urbana y dos más en la campaña (Campo Bello y Ocampo
Norte, luego devenido en Campo Failletaz y más tarde Campo Fiant).
Con la quiebra de don Manuel Ocampo Samanés, en la crisis
de 1890, todo queda en suspenso. Presentó varias propuestas a sus acreedores,
los principales el Banco de la Nación y el Banco Hipotecario. Ninguna fue
aceptada por el Nación.
En 1910 es nombrado, por el Banco Nación, nuevo
Administrador de la Colonia el Dr. Enrique Arana, quien, a su vez, adquiere la
propiedad del ingenio Manolo, conformando una sociedad anónima, y reabre en
1911, incorporando, en 1912, como Contador de Las Mercedes (taninera), ubicado
a unos doce kilómetros de Ocampo, a Don Francisco Conti.
En 1926 cesan las actividades del tanino y se disuelve la
sociedad. Es en este momento en que se produce un hecho inesperado. Con la
excusa de comprar maquinarias más acordes a la actividad, don Francisco parte
de Ocampo y ya no regresa. El hombre, humano al fin, que había emigrado desde
Italia, de las riveras del Arno, luego de dilapidar la fortuna familiar en la
buena vida de reuniones, mujeres y juego, nuevamente había recaído en un
momento de debilidad. Tiempo después lo hallaron en el Chaco, preso por alguna
maniobra similar.
Por testimonios familiares, que me fueron brindados, fue Don
Ernesto Fiant quien, en 1930, pagara la fianza y lo trajera otra vez al ruedo,
pero bajo su control personal. A raíz del suceso, varias familias muy conocidas
perdieron sus inversiones o sumas a cobrar por entregas de caña, quedando en la
miseria: entre algunos: los señores Getar, Dominguez, Sturón, Pepín Gabela, que
tras perderlo todo regresó a Corrientes, Masaro y otros…
Aquí volvió a ser el hombre de negocios, iluminado,
visionario y del ánimo suficiente para que el sueño se volviera realidad, pero
bajo el estricto control de don Ernesto.
A pesar de la crisis de los mercados de 1929, pero que se
conoce como la de los años 30, el inquieto don Francisco no permanece quieto.
Como crisis es oportunidad, consigue inversores y forma La Compañía Industrial
del Norte de Santa Fe. Los inversores locales fueron: Don Ernesto Fiant y don
Arturo Alemany de Reconquista, don Ernesto Roberts, de Moussy don Carlos Longui
de Rosario, don Francisco Conti, Trincherry
Hnos., doctor Fernando Gastor y otros. Don Ernesto Fiant y don Arturo Alemany,
como inversores locales y de mayores aportes, pasan a integrar el Directorio de
la nueva empresa. Es entones que la figura de don Ernesto cobra protagonismo,
en primer lugar, para convencer a los nuevos inversores, utilizando en ello no
sólo su posición de fortuna sino también su prestigio de recto y bien
relacionado en la política local y provincial.
Don Francisco Conti, visionario y emprendedor, desde los
problemas de la taninera y vistos los avances de La Forestal en concentrar en
sus manos el negocio del tanino, estuvo estudiando el tema de la caña de
azúcar, ya que, en sus cálculos entraba la posibilidad de no poder competir con
La Forestal, que ya era dueña del que fuera Ferrocarril Ocampo. Hecho que, a la
industria local la volvía dependiente del pulpo monopólico en sus embarques.
Había un problema: El Ingenio Manolo contaba con proveedores
cañeros, pero su volumen operativo era de pequeña a mediana envergadura para su
proyecto. Se necesitaba de mucho más para el proyecto presentado por don Conti.
Y en esto me baso para para dividir la industria del azúcar
en Villa Ocampo, como Los Inicios, con una producción suficiente para la zona,
y LA GRAN AVENTURA DE LA CAÑA DE AZÚCAR, con una producción capaz de competir
con las mayores industrias azucareras ya existentes en Tucumán y Salta.
Aquí nuevamente talla don Ernesto Fiant, convenciendo a los
productores, casi persona a persona, para que sembraran caña de azúcar en mayor
volumen que hasta la fecha. Y no dudó en empeñar su palabra para garantizar el
cumplimiento de los contratos que se firmaran. Convencidos estos, procedieron a
la búsqueda de semillas. Unos de la zona de Tacuarendí, y, otros de Tucumán,
según las conexiones y posibilidades. Así, en 1930, sobre las bases del Manolo,
pegada a la fábrica de tanino, se comienza la construcción del que se
convertiría en el Ingenio Arno.
Mientras, en 1931 -año en que don Ernesto es electo Senador
Provincial por el Departamento General Obligado- se reinician las actividades
tanineras, que se desarrollan hasta 1938, cuando el 30 de abril se oficializa
la venta de la empresa a…” La Forestal Argentina” … Aunque siguió funcionando
hasta 1939. La venta incluía una condición: El señor Arana sólo debía dedicarse
a la producción azucarera y desmantelar la taninera… ¿Motivo? Eliminar la
competencia. Para ello, la Forestal pagó cuatro veces del valor nominal de las
acciones.
Para la adquisición de las nuevas maquinarias, a fin de
equipar adecuadamente al nuevo ingenio azucarero, se hizo necesario gestionar
créditos bancarios, por la importante suma requerida. Como don Francisco no
gozaba de buen crédito, don Ernesto Fiant y don Arturo Alemany lo acompañaron y
dieron los avales necesarios. Y, al momento de comprar las máquinas, aunque don
Francisco deseaba viajar solo con el dinero, no se lo permitieron y lo
acompañaron don Ernesto y don Antonio Ferrer. Y vieron que no estaban equivocados, ya que,
durante el viaje, intentó convencerlos para una salida de diversión, utilizando
para ello parte del dinero de las inversiones.
El 20 de marzo de 1936 inicia la producción, no con los
resultados esperados, pero, en 1938 ya con las nuevas máquinas, sí los obtiene
y aún mayores, ya que, en algunos ejercicios, superará la producción tucumana.
Don Ernesto, en cumplimiento de la palabra empeñada con los
productores, es el que, en persona, firma las órdenes de pago a cada cañero,
para que les sean pagadas sus entregas de materia prima. Y, es más, también es
quien avala y firma las órdenes para los sueldos de obreros y empleados. Y
cuenta una de sus hijas -Edit Fiant- que, mientras él firmaba, ellas, como un
juego, pasaban el secante sobre cada firma, ayudando así a su padre en
semejante tarea.
En los hechos, debemos tener el criterio suficiente para
separar las acciones de los hombres, al fin y al cabo, seres con virtudes y
defectos, grandezas y miserias. Los defectos no desmerecen al hombre que se
recupera de sus errores. Y nada puede opacar lo que don Francisco legó a
nuestra ciudad, tal vez luchando contra sí mismo, aceptando el mando de gente
que lo supo encauzar, como don Ernesto y directivos, sus proveedores, y obreros
y la sociedad Ocampense.
Don Ernesto Fiant, nacido en 1887 y que había cursado sus
estudios en el Colegio Apostólico de San Carlos -Convento de San Lorenzo lugar
donde San Martín librara su primera batalla por la Independencia- y vaya
casualidad, donde el Padre Hermete Constanzi inicia su apostolado en Argentina,
para terminar siendo Párroco de nuestro Primer Templo. Don Ernesto Fiant,
fallece el 11 de mayo de 1950, luego de haber ocupado la presidencia de la
Comuna y haberse desempeñado en dos oportunidades como Senador Provincial y
habiendo declinado la Gobernación del Chaco.
Sus restos descansan en un panteón en el cementerio de
Isleta, por muchos años el cementerio de Villa Ocampo, hasta la fundación del
actual, sito, vaya coincidencia o ironías de la vida, en lo que fueran los
cañaverales de don Ernesto.
EPÍLOGO
Recuerdo, de niño, haber ido don mi padre a campos de trigo
y lino, ya cosechados y las parvas a ventear, a horquilla, porque el campesino
carecía de trilladoras. Nunca pude ver el trabajo de siega. Sí conocí la hoz,
esa terrible cuchilla corva de brillante filo, siempre lejos del alcance de los
niños. Y a las trilladoras las conocí en la playa de mi abuelo Antonio, pero
nunca trabajando. Él se dedicaba al negocio de trillar los campos de la zona y
nunca supe si también sembraba sus tierras, cosa que al principio sí lo hizo.
En esas viejas trilladoras jugábamos hasta el cansancio, subiendo y bajando los
escalones del furgón de la cocina, junto a mis primos.
Mi abuelo Juan supo alguna vez, contarme de tío Santos, que
de tanto en tanto desaparecía el venteo (operación de separar las semillas de
sus vainas) y que, en una oportunidad, para desaparecer se escondió en la parva
de trigo, y, cuando uno de los hermanos quiso descansar, clavó la horquilla en
ella y se escuchó vibrante el grito del tío al ser pinchado por la horquilla.
Ni descansar tranquilo se podía…
Pero, lo que más recuerdo son los campos de algodón y
girasol. Pero, lo más gravado en mí, son los cañaverales.
Apenas naciendo o ya plenamente desarrollados y el momento
de cosecha. Por supuesto, como todo niño, deseaba cortar y pelar las cañas. Por
supuesto, nunca me dejaron. ¿Quién le daría un filoso cuchillo a un enano? Y
tengo presente a mi tío Benito, que inventó un cuchillo de doble hoja que
permitía pelar la caña en un solo movimiento. Lo que ignoro es si lo patentó.
He visto pelar la caña y armar los fardos encadenados para
ser llevados a la fábrica y veía pasar los cachapé cargados camino al ingenio,
uno conducido por un peón del tío Santos, don Cleto, que siempre me dejaba unas
cañas al pasar frente a casa. Eso no me bastaba, razón por lo que, cada que
podía escapar a la vigilancia de mi madre corría al costado del tren cañero.
Tal vez pensaba que las cañas robadas eran más dulces… En las fotos que se
acompañan podrán ver varias etapas del proceso de la caña de azúcar…
Como ven, hasta las mangas de langostas tuvieron que ver
con el giro industrial de nuestra ciudad, entonces pueblo de Villa Ocampo. Como
siempre, todo tiene que ver con todo…
Durante varios años, numerosas mangas de langostas se
repetían, unas tras otras, sin descanso y nada quedaba de los campos, como
sucedía en nuestros jardines, huertas y frutales. Trigo, lino, girasol, todo
quedaba reducido a palitos desnudos o a la nada, después de cada visita
indeseada. Así, los colones, con varios años a pérdida total, optaron por la
caña de azúcar, pues vieron que, a ellas, las malditas las respetaban.
Así que, ya ven, las langostas nos volvieron un pueblo,
villa y luego ciudad de dulzura…
Aunque, muchos años después, pasaron otras mangas de otras
especies de langostas y nada dejaron a su paso. Pero eso es otra parte de la
historia.
Agradecimiento Especial, por la cesión de fotos de familia,
pertenecientes a don Ernesto Fiant, para adjuntar a las publicaciones del Ingenio
a:
Señora Mirtha Galmarini Fiant de Formenti
Señor Edgar Fischer Fiant
FUENTES:
·
Historia de Villa Ocampo-
Académica-Amón-Ra
·
Revista del Centenario-Municipalidad de
Villa Ocampo.
·
Guillermo Scarpín-El espejo-Conti y el
Ingenio
·
Wikipedia
MANUEL C. MUSSÍN . MARZO 2021 - DERECHOS
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