No es mi intención en el presente, analizar, si la violencia está desmadrada o no, si la criminalidad, aumenta o disminuye, si estadísticamente superan o no a otros países, menos minimizar su existencia, implicancia y su recurrencia.
Sí, pretendo descorrer el velo en torno a los intereses que se mueven detrás de las estrategias comunicacionales de estos hechos y reflexionar sobre el impacto de las mismas en el ciudadano.
La mejor o menor calidad de vida juegan un rol central en la sociedad, que hace al desarrollo integral de la persona, que comprende la participación y elaboración de políticas públicas y del modelo de sociedad en la que se quiere vivir.
El debate social, serio, maduro y responsable, es la clave que posibilita elevar los niveles de conciencia y el mejoramiento general de un pueblo. En ese plano, los cambios y avances son posibles, aunque en el camino haya enfrentamientos y conflictos de intereses, los que deberían ser resueltos por la práctica democrática y el respeto de las diferencias.
En esa puja, cada protagonista, adopta estrategias y políticas tendientes a difundir e imponer sus visiones y basamentos ideológicos, lo cual es correcto y entendible, ya que es la esencia de la democracia.
No faltan, los que aparentan estar al margen de las disputas, con el fin de abortarlas, evitando cambios que amenacen sus intereses, conquistas o la distribución de la riqueza. Aspiran al cambio de personas, como Lampedusa decía: “es necesario que algo cambie para que todo siga igual”. Los que intentan frenar esa efervescencia transformadora, operan a favor de una sociedad adormecida, anómica, amordazada y desentendida de la cosa pública. Otrora, los golpes militares, que prohibían el derecho de reunión, las manifestaciones públicas y las protestas, impedían los cambios.
Desterrados (deseo que para siempre) los mismos, acuden a formas no tan sangrientas aparentemente, pero igual de eficaces a la finalidad, a través de procedimientos comunicacionales para variar preocupaciones sociales y paralizar debates. Los otrora políticos de los golpes, “los anímense y vayan”, según Jauretche, han mutado a la política del miedo.
Seguramente coincidiremos en que pocas situaciones, existen, más paralizantes que EL MIEDO.
Existe hoy, una real política de la inseguridad con fines económicos, institucionales, de poder y el control de la sociedad. Ya no necesitan militares, sino medios de comunicación, como ejército de ocupación de las mentes.
Según el diccionario, la definición de “política”, no es “el arte de lo posible”, como se cree, sino: “La política es una actividad orientada en forma ideológica a la toma de decisiones de un grupo para alcanzar ciertos objetivos” o “Es el proceso orientado ideológicamente hacia la toma de decisiones para la consecución de los objetivos de un grupo”.
Observamos que la portada de los diarios, destacan la crónica de hechos violentos contra las personas o la propiedad, ocurridos cada día. Igual, si pretendemos enterarnos de noticias en medios televisivos, radiales o redes.
Violencia e inseguridad, en las rutas, en las calles, entre jóvenes, entre policías y ladrones, en las familias, en edificios, en los barrios, en los colegios, en fiestas familiares o boliches bailables. Plazas, espacios públicos, iglesias, hogares, guarderías no escapan a este flagelo de la modernidad, agravado por la plaga de MOTOCHORROS
La inseguridad y la muerte, se han erigido como una constante, que atraviesa a todo el cuerpo social y que se extiende como una metástasis, imposible de desterrar y que pone en riesgo la normalidad de la vida.
Por el salvajismo de pocos, muchos, a través de “esas campañas”, internalizan ese clima y aflora el temor y la inseguridad, sobre todo, la inseguridad sobre qué nos puede pasar. Inseguridad sobre nuestro futuro, nuestros bienes, nuestros hijos y familiares y en consecuencia el miedo paralizador asoma como un pájaro de mal agüero que aletea a nuestro alrededor.
A la par, se alzan voces que claman por seguridad, mano dura, tolerancia cero, baja de edad de imputabilidad, penas más duras, más policías, más equipamientos y tecnologías para combatir el flagelo, hasta proponen la pena de muerte, en un país en donde la muerte ha estado presente como invitado de lujo a lo largo de toda su historia.
Ante el incremento del clamor, se organizan paneles, congresos, y toda otra modalidad de debate sobre el problema. Aparecen expertos, especialistas, entendidos, jueces, penalistas, criminalistas y los periodistas especializados, que saltaron en las redacciones, desde escribas de las crónicas negras, a la primera plana de los medios. Menos podrían faltar los candidatos del poder, cuya única propuesta es bajar los índices de la criminalidad, que nunca logran.
Las catilinarias contra delincuentes se vuelven comunes y ocupan todos los lugares y pensamientos del entramado social.
La economía, la política o el ambiente pierden protagonismo frente a la inseguridad, sea en la oficina, la mesa familiar, las colas de bancos y otros lugares. El “está jodido, tené cuidado, viste lo que le pasó a fulanito o menganito”, se transforman en una constante en los diálogos casuales y no tantos.
SE SIENTE MIEDO, SE RESPIRA MIEDO Y EN CONSECUENCIA SE ACTÚA CON MIEDO: El miedo vacía las calles, organizaciones sociales y partidos políticos, se concurre a lugares con seguridad, luz y clima artificial y así, shopping, salas de juego y similares actúan como sedantes y adormecedores de la vida social, donde los vigiladores y las cámaras de filmación pueden detectar a los indeseables y evitar que lo desagradable ocurra.
En la TV, muchos tilingos, disfrazados de analistas, continúan con el lavado de cerebros y los periodistas “ensobrados”, que siguen bajadas de líneas para nada inocentes, multiplican hasta el infinito estas sensaciones y se transforman en verdaderas usinas industriales generadoras de miedo.
El miedo paraliza, impide actuar, encierra, ciega el entendimiento, nos vuelve irracionales, desconfiados, casi animales, nos aísla, nos confunde y sobre todo limita nuestra capacidad de análisis sobre todo lo que pasa a nuestro alrededor.
Cuando eso inexorablemente ocurre, los políticos del miedo pueden afirmar: “el objetivo está cumplido”.